Intentó
aclarar la voz un par de veces, tomó un sorbo de agua y dejó el vaso sobre la
mesa. Pero, no. Todavía sentía esa sensación. Una clase de vacío, alguna
ausencia tal vez, o simplemente era el sabor amargo que todavía dibujaba su
recuerdo. Estaba claro que hubiera preferido más. Más tiempo. Pero todo en esta
vida está cronometrado, medido, tasado, pesado, en fin, en mayor o menor
medida: cuantificado. El tiempo es el rey de esas mediciones. Es la profunda
existencia humana tratando de controlar el algo que lo domina y lo supera.
Tratando de maniatar a un dios y decirle de qué lado del paraíso le corresponde estar, porque el resto ha
sido conquistado por el hombre y para el hombre. Así es como se sentía. Dueño
de la más pura y profunda impotencia de no poder detener tres agujas que
señalan números organizados en un círculo. La manifestación del laberinto
perfecto. Y él estaba en su centralidad tratando de imponer su voluntad de ser
finito y lastimoso. Sabiendo que no lo lograría y sin decir aquellas palabras
que tenía atragantadas desde hace ya muchos años, volvió a mirar al objeto y sintió
como la arena del tiempo se le escabullía entre sus dedos, cerró los ojos y
soltó de forma continua, por unos segundos un lento suspiro.